«No has querido aceptar que el precio de la cordura es la sumisión. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo»—1984, George Orwell.
La creación, este loco mundo con los seres humanos como innegables protagonistas, asiste a una lenta y paulatina, pero profunda e irreversible transformación, a modo de evolución apocalíptica, con el creador deseando encontrarse en ella.
Dios desea desvelarse el secreto que se guarda. En la Biblia, el Apocalipsis es el último libro del Nuevo Testamento, también conocido como Revelación. La palabra original en griego —apokalypsis— significa un desvelamiento, una revelación. No hay que asustarse.
El humano consciente, en su brillantez divina, asume la responsabilidad total pues se sabe el único artífice, que deviene de ver nítidamente la realidad, ese apocalipsis personal en el cual el velo de quien creemos ser y de nuestra visión del mundo, cae o se aparta. La visión nítida es irrevocable: jamás el mundo, ni uno mismo, vuelven al previo autoengaño divino.
Ese descubrimiento también conlleva una cesación del principio de autoridad: la única realidad se reconoce como voluntad divina, sin nada situado por encima o por debajo. Cualquier autoridad humana es vista como una apariencia más de la verdadera voluntad que rige este aparente mundo. El ser humano iluminado del brillo divino, resulta simplemente ingobernable.
Porque mientras el colectivo humano vaya a la deriva, gobernado por la inconsciencia individual propia y ajena, en una espiral descendente hacia la oscuridad que causan el miedo, la incertidumbre, la confusión y la ignorancia, harán acto de presencia en la escena las enfermedades, la alienación, la desesperación, el conflicto o la locura.
Pero, en paralelo, una minoría humana se torna consciente, en una espiral ascendente hacia la luminosidad, la claridad que confiere el recuerdo innato de saber qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Un porcentaje de la humanidad que, dejando atrás las palabras y sus significados, logra por fin comprender y abrazar los conceptos universales de paz, autogobierno y libertad, aceptando aquello que siendo divino no debe gobernar el mundo: la inconciencia divina de ser persona. Este es el primer paso del sueño hipnótico hacia el sueño lúcido colectivo, por voluntad divina de soñar lúcidamente su creación onírica.
¿Qué ocurrirá en el último libro, el apocalipsis, justo al final del capítulo de esta historia nuestra? El apocalipsis no es una revelación humana, sino divina. Se revelará que las personas son el velo a través del cual lo divino enturbia su sueño. La consciencia que ahora gobierna el mundo es humana, siendo la inconsciencia divina la norma general y la consciencia divina una excepción de pocas personas. Es la regla general que rige el juego, este baile de máscaras, este Lila divino.
La realidad que vivimos está imbuida y mecida en el amor incondicional que la realidad última, la vida, sustancia divina única, emana de sí porque no puede mas que amar incondicionalmente. Su amor incondicional es como la luz blanca que suma todos los colores del arco iris. Enlazado en su amor incondicional, vive manifestado el amor malvado, perverso y distorsionado que, a pesar de sus cualidades, es igualmente amado sin condiciones, como el amor que una madre profesa a su degenerado vástago.
El amor mal declinado forma parte de la vida, de este sueño y de este mundo, mas no puede continuar gobernándolo. La degeneración humana no puede seguir al timón del barco hasta hacerlo naufragar, del mismo modo que el perro no puede hacerse cargo de su familia humana. Simplemente, no puede ser. El sufrimiento divino que conlleva el sueño hipnótico, la terrible pesadilla, el hedor que emana de la putrefacción que forma parte de la vida muerta, despierta al divino soñador. Su voluntad no es dejar de soñar, sino soñar lúcidamente para revertir la pesadilla en gozo, a través de una humanidad lúcida.
Llegó la hora del reencuentro del creador en lo creado, sin velos que enturbien la naturaleza innata de su creación. La conciencia divina gira así la llave de su inconsciencia humana en todos los humanos que se saben divinos, abriendo las puertas al cielo.
Todo se comprende y se goza en este viejo mundo de formas, que se torna nuevo con los ojos humanos que conocen su secreto divino y «ven nítidamente» que el amor incondicional lo abraza todo y mece cada historia de este mundo.
El divino propósito es seguir soñando su amor por todas las cosas, por todos los seres, por la vida a sí misma, en paz y armonía para su divino disfrute, cambiando las reglas del juego en su infinita libertad, retornando al hogar tras su último y venturoso big-bang de amor.
La luz del sol contemplando su arcoíris en el cielo, mientras se aleja lentamente la tormenta.