Todo es sin forma, sin espacio ni tiempo. La realidad es vacua, infinita y atemporal. La variante forma, el ignoto espacio y el transcurrir del tiempo son la expresión amorosa de eso, una sustancia divina viva, inteligente y consciente, fuente de vida irradiando amor infinito, reflejada en sí misma y para para sí misma, por puro amor incontenible. Su expresión de amor hacia sí misma es su propio amor por la vida, un amor sin condiciones que se manifiesta como la vida que aparentemente conocemos y que es, en realidad, la propia sustancia divina, viviéndose y viéndose como una expresión viva en cada forma, lugar y tiempo. Es la omnipresencia silente que, desde su vacua quietud infinita y atemporal, ve la vida desplegada fotograma a fotograma, historia a historia, carrete a carrete, constatando así su grandeza mediante la detallada expresión de su amor, bajo la apariencia de todo cuanto fue, es y será en la infinita magnitud de su amor cósmico. Con alegría, sin juicio y desde el amor absoluto. Pura celebración de la vida.
Todo es divinidad. Continente y contenido, conjuntamente. El amor incondicional que emana es tal, que se derrama por puro amor, dentro de sí. Como si todo aconteciera dentro de una bola de espejo, la expresión sin forma de su jubilosa esencia vital se refleja, devolviéndose reflejada en la miríada de imágenes de la vida aconteciendo. La unidad divina contiene toda la multiplicidad que refleja y en los reflejos creados dentro de la bola de espejo, la unidad juega a esconderse, a no reconocerse, a fingirse deslumbrada por su propio brillo. Simula perderse de vista, cegada de sí. Pretende no ser la gracia divina, embobada con sus imágenes. Como el cuento del rey que pretendía pasar por vasallo, para conocer mejor su reino. Su juego expresivo de conocimiento es la vida, tal y como la conocemos.
Todo es atemporal. La infinitud de reflejos de la sustancia es simultánea y ocurre en este instante, que es eterno. Sólo existe este momento. La vida es ahora. La divinidad siempre se observa desde y en el ahora. El antes y el después son como los fotogramas de una película, imágenes que se proyectan atrás o hacia adelante, creando la ilusión de un pasado y de un futuro, de movimiento. En realidad, todo es estático, sin principio ni fin, ocurriendo en círculo eterno. «Antes» y «después» son imágenes vistas sobre una ilusoria pantalla espacio-temporal y etiquetadas como «recuerdos» o «pensamientos» por eso que observa mientras se identifica como «tú». Entonces, se convierten en «tus recuerdos» o en «tus pensamientos».
Todo es simultáneamente en este instante, gracias a una magnífica puesta en escena y a una maravillosa caracterización divina. Todo es este maravilloso montaje. Toda nuestra historia es pura construcción ilusoria. Todas las identidades personales son interpretaciones magistrales.
Lo creas o no, todo es la mismísima divinidad en este glorioso momento, con la máscara de ti puesta, gafas incluidas quizás, leyendo estas líneas.
Todo en este instante. Nada más y nada menos.