Esta loca vida asumida por el colectivo humano como real es, en realidad, la ignorancia de lo divino siendo humano y sobrellevándolo lo mejor que puede. Porque figurar en esta historia como humanos, aparecer en esta divina manifestación vital siendo conciencia humana y aparente inconsciencia divina, provoca ese vacío existencial profundo que todos intentamos llenar, consciente o inconscientemente, sin lograrlo de forma permanente y que nos aboca a la búsqueda de respuestas, o en el peor de los casos directamente al Prozac, inmersos en la desesperanza.
En ocasiones, creemos ser dichosos por amor, dinero, disponer de tiempo libre, tener fe en algo, un empleo mejor, gozar de tranquilidad, salud o buena compañía, por nombrar algunas de las alegrías más comunes entre las personas. Compartir estos anhelos con otros parece confirmarnos estar en lo cierto y que todos estamos de acuerdo en las cosas importantes y necesarias. Entonces nos esforzamos en lograrlas como objetivo. No importa el esfuerzo; si las logramos, seguirá faltándonos algo. Siempre es así. Así nos pasamos la vida, persiguiendo zanahorias.
Ese vacío no guarda relación con nosotros. Cuesta reconocerlo, porque necesitamos creer que, de algún modo, podemos hacer algo para llenarlo permanentemente, para forjarnos una vida, al menos en la parte que nos compete. Creemos ser personas con libre albedrío.
Pero estas creencias tan asumidas por todos, son un fabuloso autoengaño. El vacío es real, así que ya podemos ir dejando de tomar Prozac. Nuestra civilización humana se asienta en una creencia tan antigua como errónea, en una percepción tan hipnótica como falsa: los seres humanos creemos ser quién. Ese es el «error». No somos quién, sino qué. Creer ser un individuo, una persona, es el fundamento de nuestra confusión, está en la base de la disfunción, es la pócima para el encantamiento de la que todo el mundo ha bebido. Ahora, para fortuna de muchos y desgracia de pocos, este error fundamental ha entrado en decadencia.
Curiosamente, parece ser que la palabra ‘persona’ proviene del latín persōna, que significa ‘máscara de actor’ o ‘personaje teatral’, y este del etrusco phersu, que a su vez viene del griego πρόσωπον (prósōpon), que se traduce precisamente ‘máscara’ ¡Es como el juego de unir puntos!
No hay personas. Hay máscaras que usa el único actor de esta gloriosa obra teatral, para representar a los personajes apareciendo en la obra. No eres quién. Una máscara no es nadie.
No somos quién, sino qué. Cuando el actor, o sea, lo que eres en realidad, se quita la máscara, bien en medio de la representación teatral (iluminación) o al terminar la función (muerte física), en ese momento deja de creerse el personaje pretendido. Si sucede durante la función, también se reconoce como el despertar. Tan sencillo como dejar caer la máscara, aquí arriba en el escenario. Una vez desenmascarado el actor, la realidad aparece como la obra de teatro que está siendo representada. Entonces, se reconoce la supuesta realidad como la ficción que es y el auto engaño termina. El engaño es la forma, que continúa manifestándose como la realidad aparente, como la obra de teatro que sigue representándose. Pero el auto engaño termina. Todo es visto como una puesta en escena magistralmente divina.
La persona consciente se define como aquella con conocimiento de algo o que se da cuenta de ello, también las personas que tienen consciencia o facultad de reconocer la realidad (RAE) ¿Qué ocurre tras ser consciente de que, en realidad, nuestra identidad es sólo una máscara? Que el humano deja de creerse quién, para saberse qué. Lo real es el vacío en nosotros que observa la forma, ese vacío sin forma. Nuestro mundo es una tragicomedia humana devenida de la completa identificación con ser una persona. No lo eres.
Eres lo que mira a través de tus ojos, lo que percibe la vida a través de tus emociones y de tus sentidos corporales, lo que se expresa con tus opiniones, lo que organiza la vida a través de tus pensamientos. Eres eso que hay justo detrás de ti, detrás de lo que crees ser tú (tu cuerpo, mente y alma), el espacio infinitito que hay en ti, tan vasto como el espacio infinito exterior a ti. Eres la no forma, manifestada como forma. No existe diferencia entre forma y no forma. Es la misma sustancia divina, expresándose.
En nuestra tragicomedia personal, cuando el personaje se rinde o cede a su evidencia interior, a su saber innato, algo pasa en la representación teatral, actúa como una llave que gira en la cerradura. Rendirse a la inteligencia de la vida que nos rodea, a lo obvio, a la propia voz interior que no miente. Lo valiente es rendirse, cuando el mundo entero te está gritando que luches… Precisamente, esa es la locura. Lo cuerdo es fluir con la vida.
Una vez escuché que todos los humanos son portadores de un fósforo. El humano que enciende su fósforo para verse mejor a sí mismo, alumbra con su luz a los otros portadores de fósforos, que a su vez prenderán sus fósforos para verse mejor a sí mismos.
Se definen como personas conscientes, aquellas con consciencia. Pues bien, no hay personas, sólo consciencia divina. Las personas no somos más que diferentes puntos de vista, distintas perspectivas, procedentes de una única mirada. Esto es consciencia divina hablándose a sí misma, humanos encendiendo fósforos, divinidad diciéndose ¡venga, sal a escena, te encontré y sé qué eres en realidad!
Para mí, esto significa la luz expandiéndose en esta oscuridad.