«En este mundo traidor/ nada es verdad ni mentira/ todo es según el color/ del cristal con que se mira»— Ley Campoamor.
Este mundo es aparente, sin verdad ni mentira. Nuestra realidad puede semejar muy compleja, pero todo se reduce al grandioso autoengaño de una sustancia elemental que parece ser todas las cosas «reales». La realidad es su magnífico truco de magia. Que lo aceptemos, lo neguemos, lo discutamos hasta quedar afónicos, partirse directamente de risa o decidir ignorarlo, no lo cambiará. Nuestras opiniones, criterios o posicionamientos no harán mella alguna en esto que te digo. Ni siquiera importa que resuene contigo. Pero te abarca a ti, a todo lo anterior y a todo lo demás.
Como claridad asomando en la bruma, Lao-Tsé, Buda, Platón o Jesucristo atestiguaron con sus palabras que nuestro mundo es la manifestación de un principio divino. Creación. Sombras proyectadas en la caverna. Vacío siendo todas las cosas. Lo llamamos sustancia, elemento, componente, principio, fundamento, materia, esencia, substancia, entidad, jugo, energía… Lo acuñamos Dios, Ser, Fuente, Naturaleza, Absoluto, Éter, Mente, Consciencia, Infinito… todos, tratando de describir lo indescriptible en palabras, de acercar lo humano a lo divino.
Guardo en el corazón, desde el año 2011 y hasta la fecha, un puñado de palabras favoritas para «definir» lo indefinible. Son las palabras sustancia, única, consciente, puro, fundamental y universal. Os explico por qué. Lo Divino es… Sustancia, por ser energía, vivacidad, flujo. Única, porque no existe nada más que su componente. Consciente, porque sabe que es. Puro, pues su amor es perfecto, sin condiciones, sin juicio. Fundamental, porque es simultáneamente su origen y fin. Universal, pues es todos los espacios, todos los tiempos, todos los seres y todas las cosas.
Bueno, tengo más vocablos… (¡me vengo arriba!)
Vida. Potencial que vibra y brilla. Su vibración es vital, alegre. Su luminoso brillo proyecta la vida, en forma del mundo y del cosmos.
Alegría. Su alegría de vivir, se desborda en amor incontenible por la vida. Por puro amor, «abandona» la quietud y el silencio que es, para aparecer ante sí con el movimiento y el ruido de la vida, aparentemente sucediendo.
Espejo. La divinidad, irresistiblemente desbordada de amor infinito, no puede más que volcar su amor dentro de sí misma, puesto que es simultáneamente su continente y su contenido (ya que es única, sola, no hay nada más). Es el continente que se desborda en su propio contenido. Mantiene una visión constante de sí, como en el interior de una esfera de espejo, donde todo es visto desde cualquier ángulo, donde todo se refleja y es reflejado a su vez, sobre la superficie de espejo (un «totum revolutum» de reflejos, vaya), con infinitas miradas cruzadas en su divino interior.
Forma. La no forma, luminosa y amorosa, se proyecta como forma. La sustancia divina es sin forma, pero su brillo proyecta la vida desde su origen potencial hasta su manifestación, finalmente reflejada ante sí, como imagen de la vida apareciendo bajo todas sus formas.
Visión. La divinidad se da forma para poder mirarse a sí misma, reflejada en este mundo. Es su modo de verse. Pero se auto engaña con la visión reflejada de sí. Esto le sirve para experimentarse y sentirse, además de verse. Cae en una especie de encantamiento, de trance amnésico, de ensoñación, de fingida inconsciencia que suplanta su verdadera naturaleza por su reflejo, como renegando de su divinidad en cierto modo. Una amnesia divina, para olvidar su perfección original e identificarse plenamente con sus reflejos «imperfectos».
Reflejo. La sustancia divina se refleja a sí misma, dentro de sí misma. Su reflejo divino aparece como todo, también como la imagen de las personas, con tu forma o la mía, con la que tú o yo, sustancia divina, vive identificada, soñando esta realidad, como soñamos por la noche. Al despertar, descubre que la vida no es verdad, ni mentira, sino sólo su divina pretensión.
Distorsión. Reflejos distorsionados. Esta vida son reflejos divergentes del original, divino, que convergen nuevamente en él. Puede resultar paradójico que esta vida, reflejada e irreal, sea también la respuesta a todas nuestras preguntas, esperando pacientemente que la miremos de frente. Para el buscador de respuestas, el principio divino no revelado y que no puede ser descrito con palabras, se muestra semi oculto en sus reflejos, que sí son observables en la vida y pueden describirse con palabras. La vida observable no es fiel al principio divino original, como ocurre con la imagen de nuestro rostro reflejado en la superficie de un charco, que será probablemente poco nítida, incluso deforme, o al mirarnos en espejos cóncavos y convexos, que seguro distorsionarán, mucho o poco, nuestra imagen.
Potencial. En su estado potencial, la vida es divina. En su estado reflejado (manifestado, nuestra realidad) la vida también es divina. El mundo que conocemos, pero que no reconocemos todavía como divino, es la «manifestación progresiva» de la vida que ya es en estado potencial. La vida, en su estado manifestado como forma, no es lo que parece por «culpa» del divino truquito de ocultarse, para no mostrarse.
Persona. Dentro de la miríada de formas reflectadas, estamos nosotros, las personas, siendo exactamente lo mismo que todo lo demás: la consciencia divina identificada con su imagen reflejada. La desidentificación ocurre con la muerte física que, como la vida, sólo es aparente. Entretanto, la divinidad se recrea en experimentar, aparecer escondida en la forma, obstinada en aparentar que no es ella. Un baile de máscaras consigo misma, un engaño que la mantiene absorta. O puede recordarse en medio del baile de las formas, cuando se redescubre a sí misma dentro de uno de los reflejos cruzados que la mantienen deslumbrada. La divinidad se reconoce y se recuerda, en la iluminación humana.
Lo que el mundo acepta como lo real es, en realidad, el reflejo divino.