En primavera de 2011, un problema de salud me obligó a aminorar el ritmo. Durante un largo paseo, con la naturaleza como compañía, opté por dejar de atormentarme con cavilaciones y disfrutar del cielo azul, de los árboles mecidos por el viento, del gorjeo de los pájaros, la calidez del sol y la brisa en la piel, advirtiendo un diseño inteligente en todo lo natural, un orden perfecto, nada dispuesto al azar. De vuelta a casa, la contemplación de un diminuto brote verde abriéndose paso en una brecha del camino, bastó para anclar en mí la certeza de que algo inmenso, inteligente y benévolo era el verdadero artífice de todo.
Después, la férrea y defendida idea de ser yo quien albergaba el control de mi vida, se fue aflojando paulatinamente como un calcetín desgomado para llevarme finalmente, de forma sencilla, íntima y profundamente honesta, a rendirme conscientemente ante aquella abrumadora evidencia y de algún modo ceder el control a eso más grande que yo, que parecía ocultarse en la mismísima vida. Acto seguido, una luminosa presencia pareció descender ante mí y descodificarse en todos los tipos posibles de amor humano (maternal, fraternal, pasional, nocivo…), pero englobándolos a todos en Amor de perfección sobrenatural. Aquello me impresionó intensamente, pero no lo compartí con nadie. Poco después, sucedería algo que lo cambió todo irremediablemente. Desde entonces, intento describir con palabras y lo mejor que puedo, lo indescriptible.
Estaba pasando la mopa al suelo de casa. De pronto, algo como una energía, una entidad o una sustancia viva, tranquila y luminosa, suavemente vibrante, emergió de todo y se hizo visible para mí de un modo que no guardaba relación con mis ojos. Las cosas a mi alrededor casi se diluyeron en eso y de pronto mi persona se replegó a un lado, recogida como un visillo, mientras yo continuaba detrás, inmóvil, observándolo todo. Una sensación de pánico me inundó. Palabras e ideas se arremolinaron desesperadas a mi alrededor, como arrastradas por ese viento enloquecido que precede a la tormenta, intentando etiquetar cuanto estaba aconteciendo: «milagro», «muerte», «miedo», «luz», «¡peligro!» Sentí el corazón latiendo desbocado y me asusté muchísimo. Pensé que iba a morir. Aquella sustancia emergida de todo se contempló desde todas partes y miró la idea de mí, que continuaba replegada. Mi alrededor vibraba lleno de vida, emanando un amor potentísimo que lo envolvía todo, incluida yo. Junto a la visión, hubo una comprensión clarividente, que con los años he logrado armar en palabras: mi persona y todo lo demás son sustancia divina, viva, que al vivir emana amor incondicional irrefrenable abrazándolo todo. En este mundo, la complejidad es sólo aparente. Simplemente es la contemplación embelesada de la divinidad, mientras se vive.
A continuación, la sustancia emergida volvió a sumergirse en todas las cosas y dejé de percibirla. Permanecí inmóvil un buen rato, desorientada en el tiempo, con la espalda apoyada en la pared, mirando la mopa y pensando en el poco glamour de tan extraordinario momento, mientras seguían temblándome las piernas ¿Qué había pasado? Comprendía que aquello era magnífico, tan grande como la revelación del misterio de la vida en un instante de clarividente comprensión y que me costaría digerirlo ¿A quién podía acudir? Aunque temblara, me invadía una alegría exultante ¿Qué debía hacer? Sentía que aquello era lo más maravilloso que podía ocurrirle a alguien ¡La respuesta a todas las preguntas! ¡La cima de la montaña! ¿Cómo continuar después de eso? ¿Significaba que en breve iba a morir?
Aquella reveladora visión, compartida desde entonces con apenas dos o tres personas, ahora trata de difundirse dentro de un sueño con tintes de pesadilla, en una vida sobre la tierra que se reequilibra. Una revelación ni nueva, ni vieja… sólo eterna. Es el mensaje prisionero en los textos sagrados, el secreto oculto en las pupilas del otro cuando te mira a los ojos, ese sentimiento cósmico desbordante que no aciertas a definir con palabras. Es la invitación eterna a apartar el velo.
El velo es sutil, muy liviano… sólo es una idea, la idea de ser persona. La creencia firme, generalizada e incuestionada de ser personas supone el velo que nos separa de lo que realmente es, porque la divinidad vive un auto encantamiento que consiste en ser este mundo, sin reconocerse en él. Sin embargo, cuando la divinidad decide reconocerse en el mundo, entonces el hechizo se rompe, el velo del encantamiento cae y lo que esconde, es visto. Simplemente.
Sólo existe divinidad. Lo demás sólo parece existir tras el velo de tu persona y tu persona sólo es un encantamiento divino.